La utopía (aún) posible *

Por Gustavo Emilio Rosales

Para Victoria Ansiaume



Dos cuestiones están permanentemente en mi bitácora como espectador de danza, que tiene más de treinta años de edad. Grupos y solistas, estilos, modas, disparates y pugnas van y vienen en el curso de esta historia, pero hay dos asuntos que siempre están ahí, punzantes e irresolubles.

El primero de estos asuntos es la fuerza contundente de la vocación del bailarín. Resulta asombroso este poder que mantiene a una persona firme dentro de las exigencias de arduas disciplinas corporales y periodos de trabajo que absorben la mayor parte de la energía vital, en una ruta cotidiana que suele estar acompañada de privaciones materiales y sacrificios afectivos. Dentro del arte, no hay labor que demande más esfuerzo que la labor del bailarín.

La segunda cuestión permanente tiene que ver con la fragilidad profesional en la que se desenvuelve el trabajo del bailarín. Todos los empeños invertidos en su preparación y ensayos los arroja a la hoguera de una función o dos (¿al mes, al año?), ante un auditorio poco numeroso, en un lance efímero, pues la imagen de la danza escénica se desvanece apenas creada y sólo un reflejo de ella pervive en la memoria del espectador.

Además, el bailarín compromete todo su ser al llevar a cabo su labor. Su meta es realizar una transformación poética de la imagen del cuerpo: lo que obra como “obra de arte” es toda su persona, la fusión de psique y corporalidad. De tal forma, afronta riesgos que no conocen los pintores, los músicos, los fotógrafos o novelistas; afronta riesgos máximos.

Hay que agregar que gran número de los ámbitos de formación del bailarín – públicos y privados, independientes o institucionalizados – funcionan a partir de prejuicios estéticos. Bajo la óptica caduca de la danza como despliegue de cuerpos exquisitos, modelados para complacer un ideal apolíneo de belleza, maestros y maestras encasillados en este erróneo marco buscan imponer modelos corporales ajenos a la realidad del educando, provocando que el proceso de enseñanza-aprendizaje se convierta en una difícil ruta constelada de retos innecesarios y desplantes de crueldad que lesionan la mente y el organismo del alumno.

Por si lo anterior fuera poca cosa, el bailarín padece la mayor segregación laboral en el circuito de las profesiones artísticas. Su ingreso anual suele ser absurdo, de tan corto, y sus espacios de reconocimiento público son casi nulos: el coreógrafo se suele llevar las palmas y las becas; para quien danza quedan los callos, contracturas, esguinces, si bien le va.

A lo que a estas alturas parece ya un viacrucis, es menester agregar el problema de la edad. Erróneamente, se piensa que el bailarín teme envejecer por temor a dejar de ser hermoso, pero la verdad es que la vejez en esta profesión impone un deterioro físico limitante. Cuando el kinesiólogo o el quiropráctico no atinan a definir cuál es el mal por el que se los consulta o indican periodos de rehabilitación cada vez más prolongados, el danzante sabe que ha comenzado su fecha de caducidad.

Falta de oportunidades dignas de trabajo, riesgos considerables en el desempeño laboral, un esquema de formación constelado por prejuicios, nulo reconocimiento público y envejecimiento como crisis son los enemigos principales del admirable poder resolutivo que ostenta la vocación profesional del bailarín.

El bailarín se las arregla por cuenta propia para seguir bailando y tener, además, una vida: hijos, cuentas por pagar, mascotas y quizá también amor. Baila a pesar que de niño le dijeron sin cesar que bailar era cosa de maricas o pese a que su maestra de ballet le reprochaba lo grande de sus tetas y lo redondo de sus nalgas; pese a que sus noviazgos no entendieron que el desvelo de la pasión se paga caro en clase y en ensayo, y pese a que constantemente tuvo que elegir entre comprar implementos para la danza y aquel lindo vestido, aquellos zapatos o esa lejana casa.

Baila contra la falta de precisión de las indicaciones del coreógrafo, contra los descuidos de los administradores del teatro, que no dispusieron la sala puntualmente y le han recortado el valiosísimo tiempo que requiere para calentar sus músculos antes de función. Baila contra la ausencia de su nombre en el programa de mano o en las fotos que promocionaron la corta temporada. Baila gracias a haber olvidado que no recuperará lo invertido en comidas y traslados para cumplir con el programa y a que también decide olvidar que la secuencia de movimientos del segundo cuadro, particularmente difícil, le cuesta mucho más esfuerzo que al principio de los ensayos. Quiere bailar pese a que el dolor en las lumbares ha pasado a ser una especie de ardor que le incinera hasta los párpados, y sin embargo…

Estoy casi seguro de que no hay en el mundo una carrera en gestión cultural que aborde las problemáticas fundamentales en la labor profesional del bailarín. Su trabajo artístico, que reporta la revelación de las posibilidades de un cuerpo capaz de transformarse poéticamente en los escenarios de la acción (un conocimiento que trasciende los saberes del lenguaje), carece de prestigio y dignidad, para deshonra de las sociedades empeñadas en ignorar que la praxis política que no considera la integración revolucionaria del cuerpo es mera demagogia.

Bailarines sin reconocimiento, sin historia escrita, sin programas oficiales de salud, sin tiempo que perder, tienen mucho para decir pero no precisan articular palabra alguna. Lo suyo es reinventar la imagen de su cuerpo, transformarse, dominar el terreno en el que las oposiciones separadas en la vida ordinaria – el impulso y la reacción, el peso y la energía, extensión y contracción, desequilibrio y eje, velocidad y lentitud – son complementarias y forman parte de un complejo proceso de restructuración orgánica.

El bailarín, independientemente del sexo que decida vivir o del ámbito coreográfico que elija para plasmar su danza, sabe como nadie que método es camino, vía de realización particular que se construye al recorrerla. Lo aprende y lo sostiene del peor modo: en ámbitos cercados por el tabú, la inseguridad, lo precario y oscuro. Se consagra a la danza con valor: por sus huevos u ovarios, pero esto no tiene que seguir siendo así. Entre las deudas pendientes del aparato cultural –universidades, centros de investigación, programas de desarrollo social-, a escala mundial, está el implementar cauces estructurales e ideológicos que brinden dignidad al arte de quien baila con una orientación profesional. El pago correspondiente no surgirá de las culturas en deuda, son los bailarines quienes tienen que organizarse, superando su fatiga, su desilusión y su poca vocación crítica, y comenzar a exigir y suscitar mejores condiciones de trabajo: una utopía, pero posible.


Imagen:

Sin título. Dibujo al pastel y carboncillo, realizado por Vaslav Nijinsky (1918-1919).

* Este texto forma parte del número 13, Método, de la Revista DCO, Danza, Cuerpo, Obsesión, de próxima aparición.